Laboratorio de procesos creativos.
Parque Padre Hurtado, La Reina – Chile.
Organización sin fines de lucro.

Crónica Festival Nube 2025 por Antonia Pinto

Escribe Consuelo Pedraza: Artista visual e investigadora cultural. Licenciada en Artes y Licenciada en Estética (PUC).

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Había una vez una nube gigante: larga, esponjosa, que amaba deslizarse entre los árboles, mecerse con la brisa y absorber el sol de primavera.

Un día, paseando por La Reina, llegó al parque Padre Hurtado y, mientras descansaba sobre las copas frondosas, descubrió algo especial: un festival donde el arte se juega, se siente y se habita en comunidad.

La nube se encontró a gusto allí. Durante cuatro días reposó sobre las cabezas de más de cuatro mil familias que, al mirarla, la transformaban en criaturas impensadas: “un caracol”, dijo Amira; “el rastro de un avión”, imaginó Tomás; “una serpiente suavecita”, adivinó Gabriela.

Entonces, se percató de algo maravilloso: cuando todos compartían su pensamiento artístico, ella podía ser cualquier cosa que soñara.

Esta tercera edición del festival —que se vivió entre el 20 y el 23 de noviembre— fue un ejercicio de creación e imaginación colaborativa nacido de un dibujo sencillo. En 2024, un niño escribió: “Me gustaría que hubiera una escultura que se llamara Mudanza, con dos casas y muebles intercambiables”. Esa frase impulsó a Nube Lab a buscar nuevas formas de observar lo cotidiano para seguir enseñando y promoviendo su principal premisa: jugar también puede ser arte.

Pero, ¿qué es jugar? El historiador Johan Huizinga cree que el juego es incluso anterior al ser humano: un impulso innato que se desenvuelve en su propio espacio-tiempo y que es el motor primordial de la sociedad. Por eso mismo, la cultura humana nace, se desarrolla y se sostiene a través del juego.

Jugar convoca verbos de distintos ámbitos: mover, saltar, correr; trenzar, rayar, deformar; moldear, pegar, separar; lanzar, cargar, equilibrar. Todos ellos y más, habitan en el universo del juego.

Frente a ese potencial infinito, los artistas de Nube decidieron intervenir el paisaje con las llamadas esculturas-juego: estructuras que encarnan y transforman elementos de la vida diaria para despertar los sentidos de visitantes de todas las edades.

El festival ocupa once mil metros cuadrados del parque, donde se despliega un recorrido con siete esculturas interactivas.

Al inicio del recorrido entramos a una casa llena de cajas blancas apiladas: Mudanza —el proyecto que inspiró este encuentro— invita a trasladar objetos de una casa a otra, dejando a la imaginación de los participantes el orden y el diseño de nuevos espacios.

“Me soplaron que la casa de al lado es muy acogedora para vivir. ¿Por qué no nos mudamos?”, dijo la monitora Javiera Mella, y los más pequeños, emocionados, superaron su timidez inicial y corrieron a levantar los muebles.

Nacieron miles de casas distintas. Ningún diseño era igual a otro. Isidora imaginó que estaba armando su pieza nueva, donde no podía faltar su gato. Juan José y Martín movieron juntos un pesado televisor, porque les gusta ver monitos mientras toman once.

Las familias, además, podían dibujar el objeto que sentían que faltaba en el hogar; así, el espacio se fue llenando de plantas, animales, una patineta e incluso un equipo de música.

Cuando todos los muebles encontraron su lugar, los visitantes abrieron la puerta para ver qué había más allá. Afuera, brillando bajo el sol, aparecía una piedra preciosa: La Roca es una estructura reflectante inspirada en el brillo dorado de la pirita.

Las rocas grandes se forman por la compactación de otras más pequeñas, en un proceso geológico que dura millones de años. No son lisas: son divertidas, como esta escultura, que en sus recovecos reflejaba los rostros de las personas jugando a agrandarse y achicarse.

“Parece un Lego”, dijo un niño mientras observaba las piezas reflectantes. “¿Se puede desarmar?”, le preguntó una chica a su madre, analizando el ensamblaje de láminas de aluminio que se elevaba por encima de sus cabezas.

Si avanzamos unos pasos, encontramos una serie de arcos con recipientes de formas diversas. Parecen de greda, pero en realidad están hechos de papel. Se llaman vasijas sonajeras y, cada vez que se giran —imitando el gesto de verter algún líquido—, producen un sonido.

En esta actividad las familias podían crear su propio envase: se llenaban con porotos, piedras o arena y, al agitarlo, cada uno emitía un sonido distinto; algunos más agudos o graves, otros más pesados.

Los más pequeños imaginaban historias para sus creaciones: una vasija era para guardar secretos y otra para cuidar el agua. “El mío es para guardar el sol”, dijo una niña.

“Me gustó mucho la idea. Son materiales fáciles de conseguir para que hagamos nuestras vasijas en la casa”, comentó el papá de Martín.

A un costado de este bosque aparece un acertijo peculiar: las cerraduras ocupan nuestro día a día y, sin embargo, suelen pasar inadvertidas. Resguardan casas, habitaciones, autos y portones; también protegen los secretos guardados en los diarios de vida.

Pero ¿qué pasaría si el ser humano fuera la llave que debe amoldarse a una cerradura?

A partir de esa pregunta nació Ojo Cerrojo: un juego de equilibrio que invita al cuerpo a deformarse, estirarse y encogerse para atravesar las cerraduras como si fuesen distintos obstáculos.

Al recorrer la línea punteada, niños, jóvenes y adultos enfrentaron la frustración de perder el equilibrio: “Parece fácil, pero tuve que usar todo mi cuerpo”, dijo el padre de dos niñas.

Nube Lab cree que el arte requiere movimiento: brazos, piernas y dedos permiten al espectador dejar atrás la contemplación pasiva y participar a través del juego. Al final del recorrido los esperaba un monitor con su distintiva polera blanca, listo para recibirlos con un “¡Dame esos cinco!” y celebrar el desafío cumplido.

“¡Con los ojos cerrados!”, “¡Saltando en un pie!”, la profesora del segundo medio B pensó en nuevos modos de atravesar los cerrojos, añadiendo dificultad y emoción a los pasos de los adolescentes.

Al lado de Ojo Cerrojo, justo al centro del festival, se tejía algo distinto: La telaraña es un telar redondo donde las familias trabajan en equipo para trenzar una red de caucho reciclado. También es posible hacer una obra individual y crear tu propio llavero.

Una tarde, llegó un niño de ocho años que sabía tejer y armó una cuerda para saltar con las tiras. “El chico estaba emocionado, quería que más niños pudieran aprender”, observó el monitor Joaquín Pérez.

La mamá de Bruno encontró mucha paz sentada entre los árboles mientras observaba al pequeño trenzar su llavero: “Estoy feliz de que estemos acá juntos. Él tiene algunas dificultades por su autismo, pero se levanta y se acuesta haciendo arte; es parte de su esencia”.

Muchos visitantes pensaron nuevas maneras de jugar con lo que habían creado. Damián quería meterse en el túnel de caucho y recorrerlo como una oruga. “¡Es un aro de básquetbol!”, dijo una niña.

La siguiente escultura nos transporta a un clima extremo, Hielo a la deriva es un iceberg de trozos flotantes que se tambalean con cada pisada.

“Soy un osito polar”, dijo Martina, avanzando a cuatro pies por las planchas de madera. Un grupo de estudiantes de tercero medio se apiñó en una plataforma y, abrazados, hacían equilibrio para no caer al agua. “Parecemos una familia de pingüinos”, dijo alguien.

Mientras los jóvenes resistían la gravedad, frente a ellos ocurría un combate naval.
“¡Lucas, yo te protejo!”, gritó Gabriel, saltando entre los hielos y tarareando la canción de Piratas del Caribe. Dos bandos se enfrentaron con poderosos sables –botellas de agua vacías–, entre risas, acompañados por su profesor de enseñanza básica, que era el capitán del barco enemigo.

Tras caminar un poco, el frío polar fue reemplazado por un bosque de coloridas flores gigantes, llamadas Achunte. Están llenas de agujeros donde el público debe desafiar su puntería y encestar pelotas hechas de calcetines enrollados.

La idea de esta actividad es aprender sobre la polinización de manera interactiva, y Martina se tomó su rol de abeja muy en serio: emitía pequeños zumbidos mientras recolectaba calcetines en una cesta-mochila, para devolverlos a sus compañeros.

Los 23 colegios que visitaron el festival disfrutaron en grande esta escultura: cursos enteros rodeaban las flores y lanzaban sin descanso; un tercero medio inició un achunte personal contra su profesora, que reía mientras devolvía los calcetines con la misma energía.

Este fue el juego favorito de Joaquín, quien decidió que no era una abeja, sino una flor azul, porque no había de ese color. Junto a él, un padre y su hijo iniciaron una competencia de quien encestaba más en tres minutos.
El parque Padre Hurtado también es el hogar del taller de Nube Lab, donde se celebraron otras actividades siguiendo el hilo conductor de repensar lo cotidiano. En “La casa por la ventana”, grandes y chicos calcaron en papel diversos elementos —animales, libros, árboles— para llenar el interior y exterior de una casa. “Puse gatos dentro y afuera, porque me gustan mucho”, expresó Susana, que llegó por curiosidad, tras divisar las figuras coloridas cuando iba camino al supermercado.

En el taller aledaño, las familias le regalaron a Nube nuevas ideas para futuras versiones del festival. “Yo escultor” consiste en hacer tu propia escultura-juego uniendo con cola fría trozos de material reciclado. Paula diseñó un “Soplador de ideas” para que estas nunca se acaben: “Pones tu oído en la boca de los tubos y la escultura te sopla una idea cuando estás en busca de una”.

En tiempos de inmediatez, pasividad y consumo automático de imágenes, el acto de crear se vuelve profundamente político. Por eso, la programación de este año incluyó charlas y conversatorios que, desde veredas distintas, abordaron los temas centrales del encuentro, imaginando un futuro en que podamos rescatar las aulas de la lógica del scroll eterno y del exceso de tecnología.

Entre los participantes estuvo Juan Casassus, Premio Nacional de Educación 2025, quien ofreció unas palabras en la “Tarde de Profesores”, el panel inaugural del festival donde tres artistas conversaron sobre creatividad y educación con un público docente.

“Valoro el esfuerzo de proponer el juego como una oportunidad de aprendizaje. Creo que tiene el potencial de ser incorporado en las salas de clases y para ello, se necesita apoyo y compromiso de los gobiernos, de modo que pueda masificarse y ayudar a enfrentar el proceso de deshumanización que ya está ocurriendo”.

En la discusión, la escultora y antropóloga, Francisca Sánchez propuso una tesis simple y contundente: en el arte no hay error, y su propósito no es solo llegar a un producto, sino mantenerlo en movimiento:

“Mis alumnos de la universidad llegan con la idea de que hacer arte es crear algo que se expone en una galería, cuando en realidad ocurre antes, durante y en lo que viene después”.

César Gabler, artista visual y docente que ha dedicado su carrera a enseñar en colegios y universidades, planteó que la enseñanza es una oportunidad de experimentación para los profesores:

“La docencia me ha empujado a trabajar con materiales que nunca me acomodaron, como el papel maché o la acuarela. Así fue como aprendí a pintar y a ensuciarme las manos con cola fría: enseñándoles a los niños”.

Por su parte, Norton Maza, artista visual y representante de Chile en la próxima Bienal de Venecia, concluyó con un mensaje que alude al propósito de este festival:

“Después de estudiar muchas cosas, me di cuenta de algo increíble: todavía sentía la necesidad de seguir siendo un niño. En el fondo, todos somos niños y niñas; siempre estamos buscando maneras de seguir jugando con aquello que nos vincula”.

El desafío no es solo recuperar las aulas, sino también re-adueñarnos del paisaje, que en sus inicios fue diseñado para hacer comunidad, un propósito que hemos postergado con el paso de los años.

Para hablar de ello, se desarrolló la charla “Jugar juntos en la plaza: políticas de cuidado para ciudades más sensibles”, donde visitaron el parque dos profesionales de áreas que, a primera vista, podrían parecer opuestas —el arte y la salud—, pero que comparten una conexión profunda y necesaria.

Según la OMS, más de 800.000 personas mueren al año en el mundo por una condición que en su origen se asoció a la soledad. “Si vemos los espacios que hemos construido, sobre todo en las grandes ciudades, estos no fueron pensados para la conexión con el otro”, explicó la doctora en Salud Pública, Olga Toro.

En esa línea, la arquitecta y Directora de College UC, Romy Hecht, explicó al público que los paisajes no surgen por arte de magia: fueron creados y pensados por alguien; tienen un sentido. Sin embargo, diseñar un espacio común requiere tiempo y atención, recursos cada vez más escasos.

“Ocurre algo muy lindo en los paisajes: crecen igual que nosotros. Si los cuidamos, crecen mejor. Por eso, hay que dejarse persuadir por los estímulos naturales y las posibilidades que estos entregan al arte: la opción de tocar, de romper las barreras de lo convencional y, sobre todo, dejarse llevar. Eso es algo que los niños nos enseñan todos los días”.

“La propuesta de Nube Lab no es curar mágicamente la soledad, sino proponerte un escenario entretenido donde tú decidas interactuar. Reúne a individuos de distintas edades para que se diviertan juntos: arte + parque + conexión social. Eso es lo que se está logrando”, expresó Toro.

A medida que el festival avanzaba, la música nunca abandonó el parque: llenó los senderos y los prados, recordándonos que los espacios también pueden habitarse con sonido.

Manuel Puebla es profesor de música y Magíster en Neurociencias aplicadas a la educación. Ha viajado por el mundo para aprender cómo cautivar a sus estudiantes enseñando instrumentos de percusión. Los frutos de su investigación se viven en el taller “Percutodo”, que llenó de ritmo y energía el encuentro.

Para Manuel, la música existe en el cuerpo, se hace con el cuerpo e involucra al cuerpo. Por eso: “¡Tun, tun, pa!”, “¡Tun, tun, pa!”, grandes y chicos acompañaron con golpes de baldes la guitarra eléctrica del profesor, en una banda de rock improvisada.

Cuando las baquetas guardaron silencio y el sol comenzó a descender, la música cambió de forma. El arpa y el violín de Valentina Maza hipnotizaron al público, llevándolo a un estado de calma luego de horas de energía y movimiento. “Esta fue mi parte favorita: la nube sobre nuestras cabezas y la música inmersiva de fondo”, dijo la madre de dos niñas

“El concierto fue hermoso. Conectaba con el lugar, incluso los más inquietos se relajaron”, observó Macarena, que visitó el parque con su pareja.

Llegó el domingo y con él, las últimas horas de esta tercera edición del Festival Nube.

El día comenzó con monstruos y extraterrestres en la charla “Ficciones comunes: la imaginación como herramienta de transformación”, dedicada a explorar cómo lo fantástico crea comunidad y nos ayuda a entender el mundo que nos rodea.

En el panel, el escritor y crítico literario Álvaro Bisama sostuvo que los monstruos también son paisaje: una forma de habitarlo y de encontrarnos en él. “Existen en lugares que son reconocibles para la sociedad: las casas, el centro, las plazas, el mismo mapa. Cuando descubrimos eso, empezamos a recorrer nuestro entorno con otros ojos”.

Los productos de la imaginación son un espejo de la sociedad: representan el miedo, pero también la lucha contra él. Así lo planteó el escritor, periodista y guionista Francisco Ortega: “Los creamos porque nos encantan, nos seducen y nos ayudan a vernos a nosotros mismos”.
El último conversatorio de la jornada —“Juegos de mesa como práctica social”— recordó una vez más que el juego no está reservado solo para los niños: aparece en el aprendizaje y también en la distensión, como cuando nos reunimos alrededor de un tablero.

“El juego habita en cada aspecto del desarrollo humano: el lenguaje, la búsqueda de la belleza, la magia, el ritual y lo religioso. Por eso, para entender una sociedad, tenemos que mirar qué se juega y cómo se juega”, comentó el creador de juegos de mesa Jorge Pardo.

El actor y dramaturgo David Atencio diseñó su propio tablero interactivo para enseñar a sus alumnos universitarios sobre dirección teatral. “La educación debería darle un giro a su contenido y asumir el juego como un fin en sí mismo. Es un elemento atractivo para el público, que promueve el desarrollo de habilidades y la activación del pensamiento”, concluyó.

Cuando parecía que el parque ya lo había dado todo, quedaba una sorpresa más. El dibujante y cantautor Diego Lorenzini transportó al público desde el bosque hasta el mar, con melodías suaves y un mensaje: “No tengan miedo de volver a ser niños”.

Esta iniciativa apuesta por el poder de lo sensible, de lo compartido y de lo simple. Invita a revisar la historia de las cosas para descubrir las oportunidades que esconden.
Nube Lab tiene la convicción de que cuando alguien se sienta a tejer con caucho reciclado, juega a ser una llave, diseña una escultura o inventa algo que no existe, se conecta con su mundo interior y descubre que puede transformar algo.

Desde esa certeza de poder hacer, muchas personas juntas pueden pensar en lo que no les gusta, formular preguntas críticas y trabajar para generar los cambios sociales que imaginan.

Esa manera de comprender la vida inspiró este festival, y es la que Nube desea seguir compartiendo con todos ustedes en los talleres y en las próximas ediciones de esta fiesta, donde la creatividad y las ganas de compartir el arte no conocen límites.

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