Al sonar la campana, los niños y niñas salen corriendo al patio. Pero algo es distinto: enormes flores de madera con agujeros esperan en medio del recreo, junto a calcetines convertidos en pelotas, listos para encestar. En otro colegio, un montón de trompos aguarda ser construido y lanzado. La curiosidad se mezcla con la emoción: ¿qué vamos a hacer? ¿Quién puede participar? En estos recreos, lo cotidiano se transforma en un espacio de juego, encuentro y descubrimiento.
Desde hace diez años, Nube Lab trabaja en cinco escuelas públicas de la municipalidad de Las Condes, desarrollando un programa curricular que integra arte y creatividad en la educación cotidiana. En el marco de este programa, este año comenzamos a activar los recreos escolares de tres de las cinco escuelas, reconociéndolos como un espacio esencial para el desarrollo integral de las y los niños.
“El proyecto nació de manera muy natural para Nube. Hace años entendemos que los espacios con potencial educativo no son sólo las salas de clase, y los recreos, como tiempos subutilizados, nos aparecían como una oportunidad enorme. Hoy, frente a problemas de convivencia, desmotivación y ausentismo, el recreo puede transformarse en algo más”, explica Elena Loson, directora de contenidos de Nube Lab.
El año pasado comenzamos a probar intervenciones lúdicas en recreos de algunas escuelas de Santiago Centro y, de manera complementaria, contamos en reiteradas ocasiones con la presencia y conocimientos de Carolina Araya, doctora en Psicología UC especializada en terapia de juego. Su visión del juego como fin en sí mismo –junto con esa pequeña experiencia previa– nos permitió comprender que potenciar el recreo no solo es una oportunidad pedagógica, sino también una necesidad que contó con el respaldo de la Corporación de Educación y Salud de Las Condes.
Investigaciones muestran que los recreos no son simplemente pausas en la jornada escolar, sino espacios fundamentales para el aprendizaje, la socialización y el desarrollo de habilidades socioemocionales. Como señala Bermejo (2016), el patio permite “interacción con el medio, exploración, observación y aprendizaje”, y las pausas largas, como los recreos, fomentan la creatividad, resolución de problemas y gestión emocional. Cuando se aprovechan de manera intencionada, estos espacios favorecen la integración de la comunidad escolar, fortalecen vínculos y promueven la autonomía, ofreciendo a los estudiantes experiencias que rara vez ocurren en las salas de clase.
Desde nuestra perspectiva, entrar a un recreo y observar sus dinámicas suele revelar un diagnóstico similar: el espacio está dominado por la pelota o por los celulares, mientras muchos niños no saben qué hacer ni con quién estar. Algunos se refugian en la biblioteca, pero la mayoría simplemente se pierde en la rutina. Como señala Elena Loson “lo que buscamos con estas activaciones es abrir posibilidades: crear espacios de convivencia más amplios e integradores, donde la diversidad de niños pueda encontrarse y relacionarse de otra manera. Esto tiene un doble valor: por un lado, es un momento de esparcimiento necesario en sí mismo, pero también tiene un efecto directo en la escuela. Cuando un recreo se aprovecha bien, los estudiantes vuelven a clase más conectados, más frescos, con otra disposición cognitiva.”
Fue así que decidimos llevar al Colegio San Francisco del Alba, Colegio Bicentenario Santa María de Las Condes y Colegio Juan Pablo II, esculturas-juegos –objetos diseñados para jugar en y con ellos– y/o actividades lúdicas más sencillas, según la disponibilidad del espacio y del tiempo. Dependiendo del día, la combinación podía ser: “Achunte”, un juego de puntería compuesto por grandes flores de madera con agujeros de distintos tamaños y alturas, donde los participantes encestan pelotas hechas de calcetines enrollados; “Cestas-mochilas”, indumentarias que se usan como cestas o mochilas para encestar, esquivar o recolectar las mismas pelotas de calcetines; o “Trompos”, una actividad en la que los niños fabrican su propio trompo con materiales cotidianos y experimentan habilidades motoras.
Como recuerda Laura Castañeda, artista-profesora de Nube Lab, “desde el momento que comenzamos a montar estas estructuras, los niños tenían curiosidad, incluso incertidumbre: se preguntan qué vamos a hacer y quién puede participar. Algunos ya nos conocen, así que esperan algo diferente y novedoso”.
Laura destaca que estas intervenciones no solo integran a los estudiantes en el juego, sino que también generan interacciones inesperadas: “Con Achunte y las Cestas vimos cómo niños de distintos cursos y edades jugaban juntos ¡incluso los profesores se animaban! hacían muecas detrás de un agujero para que algún estudiante le achuntara”. Elena Loson coincide: “Lo primero que observamos es que el cambio no es solo para los estudiantes. Los mismos profesores que vigilan el recreo también lo viven distinto, se permiten jugar y relacionarse de manera más horizontal. Eso fortalece a toda la comunidad escolar”.
Laura recuerda una escena que la sorprendió: “Con flores y cestas, la participación fue masiva. El patio estaba repleto: niños de distintos cursos y edades jugaban juntos. Se sentía como un espectáculo. Incluso los que no jugaban se asomaban desde los pisos superiores del colegio, observando como si fuera un torneo. Ese ambiente de juego compartido, casi una escena colectiva, fue muy especial”. Elena agrega que estas experiencias memorables tienen un valor que trasciende el recreo: “Cuando algo irrumpe en la rutina escolar, se despierta la curiosidad y la creatividad. Los niños se sorprenden con cosas sencillas, se descubren jugando de formas que no imaginaban, y esas pequeñas chispas los acompañan durante el resto del día”.
El tiempo de juego no estructurado genera oportunidades para la exploración e imaginación, permitiendo que la infancia practique el pensamiento divergente y explore nuevas ideas sin miedo al error ni a la presión de las calificaciones. Con las “cestas-mochilas” fue evidente: al principio, los niños solo encestaban, pero pronto inventaron dinámicas propias, como competir por quién recolectaba más calcetines o transformar las cestas en ropa improvisada y divertida. Laura Castañeda destaca que “no les dábamos una pauta rígida. Ellos mismos proponían sus propios juegos y usaban el cuerpo de maneras distintas, dejando que la imaginación tomara el control”.
Una experiencia similar ocurrió con los trompos. La actividad debía ser guiada por pocos artistas-profesores frente a muchos niños, lo que hizo que las instrucciones se transmitieran de manera espontánea entre los propios estudiantes. Laura explica: “Al final, se generó algo inesperado: los niños empezaron a explicarse entre ellos cómo hacer el trompo. Fue como un teléfono roto que derivó en versiones distintas, pero todas funcionaban. Esa forma de compartir las instrucciones implicó otro nivel de aprendizaje: no solo entender, sino transmitir. Y al final, lo lindo fue ver que esa cooperación espontánea también era juego”.


Estas activaciones nos dejaron varias pistas sobre el poder del juego en la escuela. Por un lado, la intergeneracionalidad: la posibilidad de que niños y niñas de distintos cursos, junto a profesores, compartan un mismo espacio lúdico, rompiendo jerarquías y fortaleciendo la convivencia. Por otro, la dimensión memorable del recreo: ese momento en que el patio se convierte en un escenario colectivo, donde la sorpresa y la alegría se vuelven parte del aprendizaje. Y finalmente, la creatividad espontánea, que surge cuando los niños son libres de inventar, adaptar y transformar los juegos, desplegando un pensamiento divergente que pocas veces tiene lugar dentro de la sala.
Estas experiencias demuestran que los recreos pueden ser mucho más que una pausa: pueden transformarse en espacios de descubrimiento, creación y encuentro. Planificarlos de forma intencionada, con materiales simples pero significativos, abre nuevas posibilidades para el desarrollo físico, social, cognitivo y emocional de toda la comunidad escolar.
Para Nube Lab, cada patio intervenido es una invitación a recordar que jugar es un fin en sí mismo. Y que en esos minutos suspendidos entre clases —cuando el cuerpo se mueve, la mente se abre y las jerarquías se disuelven— se encienden las pequeñas chispas que hacen de la escuela un lugar más vivo y más humano.
