Laboratorio de
procesos creativos
para la educación.

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La diversidad cultural como recurso: experiencias migrantes en Nube

Las múltiples nacionalidades, historias y biografías de los niños del taller invitan al desafío de enriquecer el aprendizaje artístico.

  • Texto escrito por Carla Pinochet Cobos (1983). Antropóloga social de la Universidad de Chile y doctora en Antropología de la Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana, México. Se desempeña como investigadora y docente en torno a dos áreas de especialización: la antropología de los procesos artísticos contemporáneos, y los estudios sobre prácticas culturales en América Latina.

Al iniciarse las actividades de este 2016, Nube da comienzo a un quinto año de existencia que se resuelve en un equilibrio singular de cambios y continuidades. El equipo detrás de esta iniciativa ha sumado nuevos nombres y ha experimentado transformaciones en las formas de colaboración de algunos de ellos; observamos caras conocidas y nuevos integrantes entre los docentes e inspectores de los colegios; y aunque continuamos trabajando con los quintos básicos de los mismos cuatro establecimientos, los alumnos de este ciclo conforman un nuevo grupo con sus propias especificidades. No sólo hay renovación en términos de capital humano: también se presentan nuevos retos en cuanto a los objetivos de trabajo, que buscan avanzar hacia formas más profundas de transversalidad y transdisciplinariedad. A lo largo del año, el programa incorpora actividades inéditas y ensaya formas alternativas de los ejercicios que ya constituyen “clásicos”, y del mismo modo, experimenta modalidades abiertas del taller durante los días sábados, dirigidas a todo público. Aún en este marco de nuevas experiencias, los ejes de la metodología Nube conservan su centralidad: un trabajo cercano y horizontal que busca desplegar el potencial creativo de los niños, poniendo los recursos disponibles —tanto materiales como inmateriales— al servicio del proceso artístico.

Esta forma de trabajo anclada en el contexto asume nuevos desafíos en este ciclo, que nos invitan a observar a los niños a la luz de las transformaciones generales que viene experimentando la sociedad. Acentuando una tendencia que desde hace algunos años atraviesa las distintas comunas de Santiago, los colegios de Las Condes han comenzado a recibir estudiantes que provienen de diferentes países, inyectando una creciente diversidad en el medio escolar y en Nube. En el colegio Juan Pablo II, por ejemplo, todos los grupos de niños cuentan con uno o más integrantes de otros orígenes culturales, siendo cada uno de ellos el portador —ya sea en primera persona, o a través de la experiencia de sus padres— de una historia y una identidad migrantes. Esta composición heterogénea de la nueva generación de niños Nube permite proyectar en un nuevo terreno uno de los principios articuladores de los talleres: el trabajo desde las realidades inmediatas de los niños, donde cualquier objeto y experiencia puede constituir un insumo del proceso creativo.

Estudiantes en el proceso de la actividad «Siluetas marinas» (2016). Fotografías por Bernardita Bennett.

Nube Lab 2016

Esta nueva diversidad de nombres, de fenotipos y de modos de hablar que han poblado los talleres de Nube trae consigo una infinidad de historias. Hay niños de distintas regiones de Perú, de Argentina, de Colombia, de República Dominicana o de Rusia, que han viajado con su grupo familiar o con parte de éste, y han iniciado un proceso de inserción en la ciudad de Santiago. En muchos casos, los contextos en los que estos niños emprenden el viaje son apremiantes y complejos, e incluso en las mejores circunstancias, el proceso está marcado por una sensación de desarraigo y dislocación que dificulta el transcurso de la nueva vida cotidiana. Al conversar con ellos acerca de sus lugares de origen y de su experiencia migrante, es claro que no siempre se encuentran a gusto con su condición de extranjeros y la necesidad obligada de “traducirse” permanentemente: aprender de nuevo a nombrar las cosas, adaptarse a las reglas de los juegos locales, entender los códigos implícitos de lo que es adecuado para el grupo. Algunos, que conocen de cerca la cara dramática de los flujos migratorios, han aprendido que no deben contar cualquier cosa a sus nuevos compañeros, porque ciertas historias pueden convertirlos en objeto de burlas. Algunos miembros de la familia de «N», por ejemplo, murieron en el marco de violencia de la guerrilla colombiana, y otra parte se dispersó por distintos puntos del globo para ponerse a salvo. La complejidad de estas realidades en tránsito se ajusta problemáticamente a la escala de este nuevo contexto.

Además, la edad que atraviesan los alumnos es especialmente sensible a lo que es diferente: en el proceso de construir un sentido de pertenencia, niños y niñas activan los rasgos que los unen y los que los separan para establecer criterios de inclusión e inclusión dentro del grupo. A quienes portan en su cuerpo, en su forma de hablar y en sus costumbres los signos de la extranjería, frecuentemente se les recuerda que son distintos. Así, de formas diversas, los niños reproducen los prejuicios y estereotipos que escuchan en la televisión, en la calle y en la casa. Esta fue una de las razones que llevó a «V» a cambiarse de colegio, desde un establecimiento del centro de Santiago. Allí se burlaban de ella: le decían “peruana come paloma”. La discriminación xenófoba es particularmente compleja de abordar, porque ciertos elementos que son centrales a las identidades migrantes comienzan a teñirse de una carga negativa que desconcierta a los niños y los deja sin herramientas para enfrentar la agresión. “Peruano se transformó en una mala palabra”, apunta un texto de M. Emilia Tijoux acerca de las escuelas de la inmigración (2013), pero los niños no saben exactamente por qué su nacionalidad constituye un insulto. Son términos que reflejan un sentir común presente en la vida cotidiana, pero que en escasas ocasiones es abordado de manera crítica con los niños. Por ello, cuando «M» quiere hacerme un comentario sobre sus compañeros afrodescendientes, no sabe cómo debe nombrarlos sin que resulte ofensivo. “Los negritos, o sea, los niños de color. Usted me entiende”, señala con un gesto de complicidad. Tampoco conocen mucho acerca de sus lugares de origen: “Ella viene de Sudamérica”, me explica un niño apuntando con el dedo a «S», quien, en realidad, proviene de República Dominicana. En este contexto, es frecuente observar en el taller que los niños y niñas migrantes tienden a formar parejas de trabajo entre ellos, ya sea como efecto de una afinidad innata o como estrategia para enfrentar el aislamiento y la exclusión.

A menudo nos encontramos con situaciones en las que la diferencia se estigmatiza y es motivo de bullying. Los alumnos migrantes que vienen de regiones tropicales —como Colombia o República Dominicana— suelen tener una relación ostensiblemente distinta con sus cuerpos, pues están familiarizados con un repertorio de ritmos, bailes y movimientos que resultan ajenos para los niños nacidos y criados en Chile. En el contexto de Nube, donde los niños encuentran un espacio más libre que en los ámbitos estrictamente escolares para desarrollar competencias corporales, este tipo de manifestaciones se expresan y encuentran rápidamente una sanción social: el grupo suele reírse o comentar en forma despectiva estos movimientos extraños. A veces, estas situaciones dan pie para claras manifestaciones de racismo: en el grupo de los lunes, un niño afrodescendiente ensaya unos pasitos de baile mientras realiza la actividad del día. Su sonrisa se apaga rápidamente cuando enfrenta la agresividad de dos de sus compañeros, notablemente más corpulentos que él. “¿Qué mirai?”, le preguntan. Él responde en un gesto de desafío, que abre una ráfaga de insultos alusivos al color de su piel y la forma de su cuerpo. “¿Qué mirai voh, fósforo quemado?”, le dicen riendo. El niño responde desde el repliegue: deja de sonreír y ya no baila más.

Actividad «Siluetas marinas» (2016). Fotografías por Bernardita Bennett.

Diversos especialistas han apuntado que, en el marco de los espacios escolares, la lógica normalizadora de los procesos educativos —amparada en la idea de que, en la escuela, “todos los niños son iguales”— termina por consolidar las brechas entre migrantes y no migrantes. Ignorar la diferencia no contribuye a que sus efectos no se manifiesten, sino que genera vacíos de silencio y desinformación donde la desigualdad prolifera. Un primer paso hacia la construcción de un clima de justicia y equidad es el reconocimiento de que el racismo es una estructura arraigada en nuestras prácticas y creencias (ver Riedemann y Stefoni, 2015). De este modo, dando un paso más allá respecto de los modelos de educación multicultural —basados en el mero respeto y la tolerancia pasiva—, una educación contra el racismo apunta a visualizar y transformar las actitudes que sirven de base a la desigualdad cultural. “Si la discriminación y el racismo han sido promovidos desde la escuela —afirma Ximena Soza (2012)—, entonces la promoción de una conciencia en contra de esto debería también ser fomentada desde la escuela”. El desarrollo de la creatividad artística, en este sentido, puede ser una plataforma fértil para la expresión de estas singularidades constitutivas en un clima de no discriminación. Los principios que rigen Nube encuentran, de este modo, un nuevo ámbito donde desplegarse: ¿cómo integrar la diversidad cultural en tanto recurso de la práctica artística? ¿Cómo productivizar estas manifestaciones de la diferencia en el aprendizaje creativo?

Respecto de otros grupos en los que la composición cultural es más homogénea, observamos que allí donde los orígenes culturales de los niños son más diversos, las actividades de los talleres arrojan una gama más amplia de resultados y de procesos. Por ejemplo, ante el ejercicio imaginario con que Jacinta[1] (artista-profesora) introdujo la actividad “Silueta Marina”, aparecieron una diversidad de relatos acerca de la experiencia de bañarse en el mar que amplió las posibilidades cromáticas y plásticas del trabajo. Los niños convocaron recuerdos localizados en distintos puntos geográficos, variando en colores, temperaturas y sensaciones: las aguas cálidas del Norte del Perú, la fauna exótica del Caribe, los ríos gélidos y la calma lacustre del sur de Chile. Así, esta heterogeneidad puede convertirse en un capital artístico, y enriquecer los procesos creativos del grupo en su conjunto, siempre que se construyan las condiciones para que la singularidad y las experiencias múltiples puedan ser apreciadas sin ánimos jerarquizantes. Aún en su corta edad, el niño migrante transita por sistemas de valor diversos y contradictorios, pues su universo de sentido está constituido en una escala transnacional. Su país de origen, el país de acogida y los lugares de destino de sus familiares directos configuran, de este modo, un espacio social que conecta territorios y grupos sociales divergentes (Pavez, 2013), formando una identidad cosmopolita que se relaciona de un modo singular con los límites nacionales. «N» me cuenta que sus tíos y primos están instalados en distintas ciudades de Canadá y Estados Unidos, y que posiblemente su familia se mueva hacia el norte en un tiempo más. «V» disfruta los veranos en el Perú natal de su madre, porque allí hay un río muy grande y una chacra con las frutas más deliciosas. «E» es de Rusia, y sus compañeros frecuentemente le piden que les traduzca palabras a su idioma de origen. Estas experiencias que atraviesan las fronteras culturales se presentan como insumos particularmente productivos en el ámbito del arte, y con aún mayor fuerza si es que el trabajo artístico asume como punto de partida el contexto social en el que se enmarca.

En los establecimientos escolares, se dispone de criterios estrechos para medir la adaptación y el ajuste de los niños migrantes a sus nuevos escenarios, casi siempre reducidos a desempeños académicos y conductuales. Como acreditan investigaciones contemporáneas, el principal capital que se les reconoce a estos estudiantes es el dominio “más correcto” del lenguaje que han heredado de sus lugares de origen: pronuncian las palabras con más claridad y modulación que los niños chilenos. Sin embargo, en casi todos los otros ámbitos sus costumbres y creencias aparecen ante los ojos de la comunidad escolar local como prácticas problemáticas. Como asevera Tijoux (2013) para el caso de los niños peruanos, a menudo éstos son observados como niños-problema debido a rasgos del carácter que nada tienen que ver con su capacidad de aprendizaje: los profesores señalan que los alumnos de esta nacionalidad tienden a “amurrarse”, a ser poco comunicativos, a llegar “con los hombros muy bajos y la mirada muy triste”. También en Nube algunos artistas-profesores sacan ciertas conclusiones a partir de la conducta de estos niños: “Yo veo que a las niñas negritas les cuesta seguir instrucciones. En el Juan Pablo II los niños se portan pésimo, pero siempre ordenan. Y a ellas les cuesta ordenar. Se les nota que son distintas en los hábitos. En este grupo me cuesta mucho empezar y terminar las actividades”, apunta una de ellos. El desafío, en consecuencia, es aprovechar estas diferencias en favor de una dinámica que valore y fortalezca estos repertorios diversos. En el mismo grupo, observo que «L» y «S» —de Colombia y República Dominicana, respectivamente— entonan “Guantanamera” mientras pintan los pliegos de papel en el suelo. Poco a poco, sus compañeros se contagian y cantan con ellas, generando una dinámica colectiva que vuelve más agradable y colaborativo el trabajo. Al cantar una canción común, pareciera que resulta más fácil compartir el masking tape, los frascos de témpera y los plumones; o comentar el trabajo de las demás parejas de niños ofreciéndoles consejos. Parte importante de los procesos de integración infantil o juvenil tienen que ver con su capacidad de participar de los valores y prácticas que configuran el ser niño en dicho contexto (Pavez, 2013); así, aunque ante la mirada de la escuela éste no responda a determinados objetivos académicos o de comportamiento, un proceso de adaptación exitoso es sobre todo aquel que permite a los niños formar parte del grupo de pares que le rodea y participar de su sistema de valores. En la medida en que Nube promueve otras formas de interacción entre los niños y sus compañeros, estos procesos creativos pueden ser una buena instancia para desarrollar vínculos positivos entre migrantes y no migrantes, y pueden ofrecer un criterio más amplio y comprensivo para evaluar las dinámicas de adaptación de dichos niños.

Estudiante realizando la actividad «Siluetas marinas» (2016). Fotografías por Bernardita Bennett.

Diversos factores contribuyen a que los talleres puedan ser un espacio propicio para traducir la diferencia cultural en un recurso de creación. A diferencia de otros contextos educacionales más tradicionales, este laboratorio artístico propone actividades que, en su mayoría, permiten activar los recursos individuales y colectivos de los niños en un proceso que admite resultados diversos. Existen, entonces, múltiples caminos válidos como múltiples son las experiencias y gustos de los niños que participan del Taller. Los criterios con los que se evalúa cada ejercicio son abiertos y sujetos a la autoreflexividad de los estudiantes, incorporando en la calificación aspectos subjetivos y que ponen en valor la autonomía y la diferencia.

Por otra parte, en el marco de una infraestructura más flexible y apropiable por parte de los niños, las dinámicas de aprendizaje de Nube tienen lugar a través de otras formas de convivencia, en las que la proximidad de los cuerpos, la necesidad del trabajo en equipo y el papel de la conversación ocupan un lugar privilegiado. “En medio de la convivencia educativa y de su crisis, hay una crisis de la conversación”, afirma Skliar (2007). En las escuelas, por lo general, existen pocas condiciones para la verdadera escucha de aquellas voces, gestos o rostros que conforman la otredad. La convivencia, hoy en día, no puede ser entendida como una simple co-presencia; implica un trabajo activo desde aquello que nos distingue y suscita la contrariedad. Convivimos a partir de múltiples desencuentros de los cuerpos, de los lenguajes y los modos de organizar el mundo. Como apunta el autor, hay convivencia en la medida en que emerge la perturbación, la intranquilidad y la alteridad de afectos. Aunque aún queda mucho por avanzar en esta vía, pienso que Nube deviene espacio de convivencia cuando logra activar las imponderables experiencias de los niños en un clima de fricción creativa; cuando no intenta silenciar las diferencias y prejuicios sino transformarlos en recursos para la imaginación artística.

[1] María Jacinta Silva Armstrong (1988) es Licenciada en Arte y Educación de la Universidad Católica. Ha realizado exposiciones individuales en Galería Bicentenario, Museo MAM Chiloé, Galería BECH, Casa en Blanco y Espacio Vilches UC. Ha participado también en exposiciones colectivas en Chile y Reino Unido, y  residencias en Chile y Argentina, adjudicándose Fondart en 2016.  En paralelo a la producción de obra se ha desempeñado en educación artística, integrando Nube desde 2014 a 2018 como artista-profesora y coordinadora del programa Nube Escuela. Actualmente cursa un Master en Pintura en Royal College of Art, Reino Unido.

Referencias:

  • Méndez Caro, Leyla (2015). Interculturalidad e infancia desde una perspectiva crítica y decolonial. Revista Fill.
  • Pavez, Iskra (2013). Los significados de “ser niña y niño migrante”: conceptualizaciones desde la infancia peruana en Chile. En: Polis, Revista Latinoamericana [En línea], Consultado el 16 marzo 2016. URL: http:// polis.revues.org/9304.
  • Skliar, Carlos (2010). Los sentidos implicados en el estar-juntos de la educación. En: Revista Educación y Pedagogía, vol. 22, núm. 56, enero-abril, pp. 101-111.
  • Riedemann, Andrea y Stefoni, Carolina (2015). Sobre el racismo, su negación, y las consecuencias para una educación anti-racista en la enseñanza secundaria chilena. En. Polis 42.
  • Soza, Ximena (2012). Antiracist education: education that acknowledges and fights racism in and outside school. En: Publicaciones . Revista de educación y humanidades 42, pp. 41-48.
  • Tijoux, María Emilia (2013). Las escuelas de la inmigración en la ciudad de Santiago: Elementos para una educación contra el racismo. En: Polis, Revista Latinoamericana, Volumen 12, Nº 35, 2013, p. 287-307.

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/Contexto festival
La idea del Festival Esculturas Juegos se originó a principios de este año 2023, impulsada por la determinación de Nube de transformar la forma en la que nos relacionamos con el arte, pasando de la mera observación a una participación activa a través de la experiencia del juego. Con esto en mente, diseñamos nuestro segundo programa de Residencias de Innovación Social, al que llamamos "De un arte para mirar, a un arte para jugar". Convocamos a seis artistas jóvenes a expandir sus trabajos hacia proyectos escultóricos para el espacio público: Javiera Álvarez, Ana Castillo, Felipe Pineda, Mariana Robert, Diego Silva y Florencia Varela, han trabajado durante siete meses bajo la guía de Nube, diseñando y produciendo esculturas concebidas para la interacción y el juego, apoyados por la arquitecta Francisca Cortínez y el equipo de Nube.

Al seleccionar el lugar para el Festival, decidimos volver sobre 11 esculturas ubicadas en la entrada del Parque y que fueron creadas en 1992 durante el Primer Simposio de Escultura Iberoamericana y del Caribe, iniciativa de Nemesio Antúnez y Francisco Gazitúa, organizada por el Museo Nacional de Bellas Artes. Aunque el simposio fue un hito significativo en la historia del arte nacional, estas esculturas han quedado en el olvido. Nuestra decisión de situarnos junto a ellas, busca destacar este patrimonio desde una visión renovada del arte.

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